27/04/2020

¿Por quién doblan las campanas?

Os dejamos aquí un artículo publicado recientemente en el diario ABC:

«Esos miles de muertos pesan sobre la piel de España y ella, con sus autoridades e instituciones, les debe un público homenaje explícito. ¿Y si en un día y hora prefijados doblaran a duelo las campanas de todas las iglesias, de todas las ermitas, de todos los ayuntamientos en una sinfonía de lágrimas suplicantes?»

Juan Ramón Jiménez termina su poema «Las carretas de Pueblo Nuevo» con este verso: «Cómo lloran las carretas que se llevan del monte los troncos muertos… Y caen los golpes desde la torre del campanario sobre los campos talados que huelen a cementerio». Golpes que hoy redoblan nuestro dolor ante nuestros hermanos que nos han sido arrancados de nuestro lado, arrastrados por una torrentera de muerte, y todavía muchas veces sin saber dónde han quedado sus cadáveres, sus cenizas.

¿Qué podemos hacer por ellos? ¿Cómo interpretar esta pandemia de tal violencia y una extensión mundial nunca antes conocidas? Ha habido pestes, cóleras, gripes, pero nunca hasta ahora habían afectado simultáneamente al entero mundo. Todavía hemos conocido a personas que perdieron muchos de los miembros de su familia en la llamada gripe española de 1918-1920.

Las epidemias parece que son una constante en la historia de la humanidad. Personalidades ilustres perecieron en alguna de ellas. Pericles en el momento de máximo esplendor de Grecia; San Luis Gonzaga, no infectado pero sí exhausto sirviendo en la peste de 1591, y en la mal llamada «gripe española» de 1918-1920, entre otras grandes figuras de la ciencia, artes y literatura, el gran sociólogo Max Weber. Con esa nivelación final de todos los mortales por la muerte que visita por igual las «torres de los reyes y las chozas de los pobres» descrita por Horacio y nuestro Jorge Manrique cuando describe cómo a ese final «allegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos».

¿Cómo ha sido nuestra reacción ante la epidemia actual? La primera respuesta evidente ha sido atajar su despliegue inesperado con los medios técnicos y médicos a nuestro alcance, junto con los higiénicos y laborales necesarios, a la vez que con medidas de convivencia para frenar el contagio. Antes que explicarla teóricamente había que parar su poder mortalizador que se ha extendido por todas las fases de la vida humana, cebándose en los ancianos, a los que las nuevas formas de vida han recluido en residencias y asilos. Allí los ha encontrado la muerte, en una amarga soledad, privados de la compañía, caricias y despedida de sus seres queridos. ¿Dónde ha quedado aquella forma de morir en familia, rodeando al padre o madre, que bendicen a sus hijos antes de expirar, después de haber hecho encargos y manifestado deseos sus últimas voluntades?

Pero junto a esta pregunta se nos hace inevitable otra que en alguna forma nos dé explicación o razón de esta pandemia. ¿Cuáles son su causa y origen? ¿Es un hecho cósmico, como la erupción de los volcanes, las galernas de los mares o el desbordamiento de los ríos? ¿O es la consecuencia de la actual forma social de nuestra convivencia? ¿Y si fuera el resultado de una acción del hombre intentando dominar las últimas estructuras y suturas del ser humano? ¿Un poder superior a él que se le ha escapado de entre las manos y que ya no es capaz de dominar?

El hombre ha sufrido desde siempre la tentación de ser señor absoluto de la realidad, determinando el bien y el mal, anulando a su prójimo, decidiendo presente y futuro. La literatura exotérica del judaísmo, Goethe y Borges ha descrito los sucesivos intentos por crear un pequeño hombre dios y que en el empeño han cruzado las líneas de la muerte. Los primeros capítulos del Génesis describen esa tentación, la caída en ella y sus consecuencias. Los griegos crearon una fórmula que por un lado muestra la posible grandeza del hombre y por otro el abismo al que conduce su desmesura. La fórmula del oráculo de Delfos «Conócete a ti mismo» no es el programa de un humanismo prometeico, tal como lo ha concebido la era moderna sino la advertencia de un límite: «Recuerda que eres hombre y no eres Dios».

Junto al curar e interpretar el origen de esta pandemia tenemos que corresponder a otra responsabilidad como personas, como sociedad para con esos más de 22.000 hermanos que han muerto. Tenemos el sagrado deber de hacer duelo público y de llevar luto por ellos. Por dignidad de hombres, por fidelidad de hijos y por solidaridad de ciudadanos de la misma ciudad no podemos dejar que se vayan de este mundo sin más, sin despedirles, sin rendirles honor, sin agradecer sus vidas, sin lamentar sus muertes públicamente en un acto sincronizado de toda la nación sin que pronunciemos su nombre en despedida, sin ponerlos en las amorosas manos creadoras de Dios, a quien han vuelto.

Esos miles de muertos pesan sobre la piel de España y ella, con sus autoridades e instituciones, les debe un público homenaje explícito. ¿Y si en un día y hora prefijados doblaran a duelo las campanas de todas las iglesias, de todas las ermitas, de todos los ayuntamientos en una sinfonía de lágrimas suplicantes? Homenaje en el que se nombren sus nombres, se recuerde su gesta, se ore por ellos, se les exprese agradecimiento y se les prometa fiel recuerdo? Homenaje de todos, creyentes y no creyentes, implorando a Dios para ellos paz definitiva y descanso eterno.

Llanto y luto sagrados, porque no se puede trivializar la vida ni banalizar la muerte, ni asistir impávidos a quienes han cerrado sus ojos en soledad, sin la palabra, la mirada y la despedida de sus seres queridos. Hay que volver a aprender a llorar. Llorar ante nosotros mismos, ante nuestros muertos, ante Dios. Lágrimas que pueden ser la más profunda forma de oración, con la que proferimos ante Dios nuestros dolores y resquemores, en lamento en interrogación, hasta en demanda frente a él como hiciera Job.

Llanto y luto, a la vez que acogemos sus cadáveres en entierro o en cremación. Cenizas sagradas que recibimos con el respeto que debemos a sus personas de las cuales son signo real. Por ello dispersarlas en cualquier sitio, monte o río, es una degradación, borrar en alguna forma su existencia de nuestro horizonte. Debemos darles un lugar final con su nombre y fecha que nos retengan su identidad imborrable. No somos número, no somos «nadie»; somos cada uno un alguien a quien Dios ha creado con nombre propio y a su imagen. Alguien de quien Dios no se olvida porque lo creó para que participe por siempre de su indestructibilidad divina. Cenizas que requieren su lugar propio: cementerio, columbario, otros espacios sagrados. Tampoco deben quedar en casa; pueden y deben acompañar nuestra memoria pero no alimentar la melancolía y las nostalgias que entenebrezcan la andadura de nuestro propio camino. A la vez que recordar a las personas debemos renunciar a ellas. No las perdemos; los creyentes las confiamos al amor de Dios y las dejamos recogidas bajo su guarda paternal.

Olegario González de Cardedal 26/04/2020 Diario ABC